Queridos hermanos y hermanas,
El Concilio Vaticano II, al final de la
Constitución sobre la Iglesia, nos ha dejado una bellísima meditación
sobre María Santísima. Recuerdo solamente las palabras que se refieren
al misterio que hoy celebramos. La primera es ésta: «La Virgen
Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original,
terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma
a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del
universo» (n. 59). Y después, hacia el final, ésta otra: «La Madre de
Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y
comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro.
También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el
Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo»
(n. 68). A la luz de esta imagen bellísima de nuestra Madre, podemos
considerar el mensaje que contienen las lecturas bíblicas que hemos
apenas escuchado. Podemos concentrarnos en tres palabras clave: lucha,
resurrección, esperanza.
El pasaje del Apocalipsis presenta la visión de la lucha entre
la mujer y el dragón. La figura de la mujer, que representa a la
Iglesia, aparece por una parte gloriosa, triunfante, y por otra con
dolores. Así es en efecto la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la
gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y
desafíos que comporta el conflicto entre Dios y el maligno, el enemigo
de siempre. En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener,
María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre
con nosotros. También María participa, en cierto sentido, de esta doble
condición. Ella, naturalmente, ha entrado definitivamente en la gloria
del Cielo. Pero esto no significa que esté lejos, que se separe de
nosotros; María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros,
sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal. La
oración con María, en especial el Rosario, tiene también esta dimensión
«agonística», es decir, de lucha, una oración que sostiene en la batalla
contra el maligno y sus cómplices.
La segunda lectura nos habla de la resurrección.
El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, insiste en que ser
cristianos significa creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de
entre los muertos. Toda nuestra fe se basa en esta verdad fundamental,
que no es una idea sino un acontecimiento. También el misterio de la
Asunción de María en cuerpo y alma se inscribe completamente en la
resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido «atraída» por
el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en
la vida eterna con toda su humanidad, la que había tomado de María; así
ella, la Madre, que lo ha seguido fielmente durante toda su vida, lo ha
seguido con el corazón, ha entrado con él en la vida eterna, que
llamamos también Cielo, Paraíso, Casa del Padre.
María ha conocido también el martirio de
la cruz: ha vivido la pasión del Hijo hasta el fondo del alma. Ha
estado completamente unida a él en la muerte, y por eso ha recibido el
don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y
María es la primicia de los redimidos, la primera de «aquellos que son
de Cristo».
El evangelio nos sugiere la tercera palabra: esperanza.
Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha
cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la
resurrección de Cristo, en la victoria del amor. El Magnificat es
el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en
la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos
conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros,
sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, que han afrontado la
lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y
humildes. «Proclama mi alma la grandeza del Señor», así canta hoy la
Iglesia en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí
donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión. Y María está allí,
cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos,
sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, unámonos
también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y
victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la
peregrinante, que une el cielo y la tierra, la historia y la eternidad.
[01163-04.01] [Texto original: Italiano]
[B0525-XX.01]
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