Esta carta la escribí en agosto de 1975 para pedir la apertura de la causa de canonización de Mons. Escrivá de Balaguer, San Josemaría desde el 6 de octubre de 2002:
Montevideo, 18 de agosto de 1975
¡Qué elocuencia necesitaría para poder expresar lo que he recibido del trato con Monseñor Escrivá!
Claro que no lo traté personalmente; pero hace ocho años que leo sus libros, que me dejo penetrar por el espíritu de su “Camino”, que trato con su gente. Y puedo decir que lo conozco, que lo quiero, que su cálida influencia ha penetrado en mi alma como clara luz para la inteligencia y como firme estímulo para la voluntad.
En mi experiencia, el contacto con Monseñor Escrivá vitalizó profundamente mi fe, haciéndome participar de la vida de Jesucristo a través de una visión asombrosamente íntima del Evangelio y de todo aquello que en el tiempo proyecta esa realidad: la Iglesia, el Magisterio, la Liturgia, los Sacramentos, encendiéndonos de amor a Cristo, a la Virgen, al Santo Padre.
Pienso cuán grande debió ser su amor a la verdad y la profundidad de su visión católica para que pudiera transmitírnosla tan acabadamente, con tanta sencillez y con tanto amor a la libertad y al hombre en su condición de criatura.
En su pensamiento y acción todo encontraba su justo valor y en el desasimiento y la disponibilidad a Dios se resolvía su maravillosa intuición sobrenatural, que no lo llevaba a la mera contemplación sino que hacía surgir todas las potencias humanas elevándolas y afinándolas en su realización y en su evolución hacia un solo fin: la gloria a Dios.
Quería a nuestro siglo y sabía interpretarlo y valorar el alcance de sus progresos.
Tantas veces me he puesto a meditar sobre la singularidad de la presencia de Monseñor Escrivá en nuestro siglo y por la eficacia de su palabra muchas veces me gustó verlo como a uno de aquellos dos testigos apocalípticos, casi como a un Moisés de nuestro tiempo encaminando a su pueblo hacia la tierra prometida.
Pienso que Monseñor Escrivá actualizó maravillosamente el sentido del trabajo que Nuestro Señor nos encomendó: el amoroso anuncio a todos los hombres de que estamos comprometidos en la construcción de la Jerusalén Celeste, y nos iluminó y despejó el camino, a través de su obra.
Muchas cosas más podría decir y jamás agotaría el alcance del mensaje de Monseñor Escrivá, porque tenía la universalidad de la Iglesia, cuyo espíritu supo captar y transmitir con sencillez y eficacia.
Antes de terminar quiero hacer saber la alegría espontánea y contagiosa, la sencilla afabilidad que nacía de su presencia, que yo conocí sólo a través de películas, y que en contraste con la grandeza de su mensaje nos guiaba directamente a la admiración frente a la realidad de la fiel y perfecta entrega a su alta vocación.
Por eso creo que la Iglesia debería contar a Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer entre sus santos, y escribo esta carta para manifestar ese deseo.
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