Estas personas todavía en los años '50 (del Siglo XX) eran lo que llamaríamos hoy muy mediáticas, e influyentes, totalmente contemporáneos.
Sin embargo Teresita, para mí que era una niña, parecía estar desde siempre en los altares, y nunca se me habría ocurrido que existían fotografías de ella (muchas), y que, por su edad, podría haber sido, por ejemplo, mi abuela.
No muchos quizás de sus devotos habían leído su "Historia de un alma". Pero a muchos de quienes lo habían leído, les había dejado una huella profundísima en sus almas, que abriría a su vez importantes caminos en la Iglesia. Entre ellos, la más conocida es la Madre Teresa de Calcuta. Pero la lista de quienes recibieron de ella la gracia de acercarse a Dios, con tan infinita confianza como afán de corresponder, es interminable.
Se puede decir sin exagerar que todos los grandes teólogos del Siglo XX se han beneficiado de la sencillez que aportó al trato con Dios, por su claridad para ver y atender a lo esencial fiada en el amor, sin fisuras.
Josemaría nació cuatro años y tres meses después de su muerte, cuando ella habría acabado de cumplir 29 años: el 9 de enero de 1902. Y vivió hasta 1975.
La obra de San Josemaría hace eco al vivo anhelo de Teresita de transmitir aquella misma confianza y afán de correspondencia a mucha gente, a todos: afuera de los conventos.
Es así que identifico a ambos con otro anhelo, el de José Enrique Rodó, que en "El que vendrá", texto de 1895, escribe cosas como éstas:
¿Sobre qué cuna se reposa tu frente, que irradiará mañana el destello vivificador y luminoso; o sobre qué pensativa cerviz de adolescente bate las alas el pensamiento que ha de levantar el vuelo hasta ocupar la soledad de la cumbre; o bien, ¿cuál es la idea entre las que iluminan nuestro horizonte como estrellas temblorosas y pálidas, la que ha de transfigurarse en el credo que caliente y alumbre como el astro del día, de cuál cerebro entre los de los hacedores de obras buenas ha de surgir la obra genial.
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El vacío de nuestras almas sólo puede ser llenado por un grande amor, por un grande entusiasmo; y este entusiasmo y ese amor sólo pueden serles inspirados por la virtud de una palabra nueva. -Las sombras de la Duda siguen pesando en nuestro espíritu. Pero la Duda no es, en nosotros, ni un abandono y una voluptuosidad del pensamiento, como la del escéptico que encuentra en ella curiosa delectación y blanda almohada; ni una actitud austera, fría, segura, como en los experimentadores; ni siquiera un impulso de desesperación y de soberbia, como en los grandes rebeldes del romanticismo. La duda es en nosotros un ansioso esperar, una nostalgia mezclada de remordimientos, de anhelos, de temores; una vaga inquietud en la que entra por mucha parte el ansia de creer, que es casi una creencia... Esperamos; no sabemos a quién. Nos llaman; no sabemos de qué mansión remota y obscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido.
En medio de su soledad, nuestras almas se sienten dóciles, se sienten dispuestas a ser guiadas; y cuando dejamos pasar sin séquito al maestro que nos ha dirigido su exhortación sin que ella moviese una onda obediente en nuestro espíritu, es para luego preguntarnos en vano, con Bourget: «¿Quién ha de pronunciar la palabra de porvenir y de fecundo trabajo que necesitamos para dar comienzo a nuestra obra? ¿Quién nos devolverá la divina virtud de la alegría en el esfuerzo y de la esperanza en la lucha?»Pues bien, tanto Teresita como Josemaría lograron pronunciar la misma palabra nueva, reveladora, entusiasta, en la doctrina de la infancia espiritual, de la que son abanderados, y que renueva todos los horizontes desde el centro, bien establecido en Jesucristo (y en su Iglesia).
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